lunes, 6 de julio de 2015

Dolor Silencioso: El inicio de los trastornos alimenticios







Los niños llegan al mundo con la necesidad primordial de alimentarse. La madre se ofrece como posibilidad de satisfacción a través de algo que el infante no pide pero que lo satisface y lo calma: La leche. Se parte de la premisa única de que la madre es sinónimo de comida.
Madre, hambre y comida aparecen, durante el primer tiempo, como una unidad indiferenciada. La necesidad por el alimento se encuentra como la satisfacción en el pecho materno o con sus sustitutos y estable con él  una unidad que está sujeta a horarios y que alcanza un ritmo que se establece como un  patrón. Se sabe, entonces, que cada tantas horas, el bebé estará en demanda y que la madre se acomodará y estará en una actitud suficientemente buena para satisfacerlo.
La madre además de ser proveedora, se constituye como un objeto pensante: aquel que es capaz de decodificar las señales físicas y psíquicas de su hijo para darles un significado. Más que una oferta constante, la madre es un estanco de comprensión y un lugar al que el niño puede llegar en búsqueda de cobijo. Para que el proceso alimenticio resulte satisfactorio y sea rítmico, el bebé debe encontrarse con una madre dispuesta a dar, a recibir y a comprender. Si el encuentro alimencio se produce sin tropiezos y se desliza en ritmos constantes, este se constituirá en una experiencia saludable  y de seguridad. La salud mental está determinada por las bondades de la experiencia alimenticia y por la cualidad del vínculo con su madre.
La satisfacción debiera ser una consecuencia natural de una experiencia alimenticia saludable. Es tan básica y necesaria, está teñida de un conjunto de matices emocionales que se constituirán en la base de la vida afectiva del niño, quien tiende a hacer del pecho materno un lugar común para la satisfacción de la demanda y la búsqueda del placer.
Pero la experiencia alimenticia puede estar también teñida de fallas  y desencuentros y conllevar a trastornos vinculares y psicosomáticos, aquellos que afectan al cuerpo desde la raíz de las emociones. Los trastornos de la conducta alimenticias son expresiones de los desencuentros de la madre y el infante a lo largo del proceso de alimentación y en el tiempo de la construcción de vínculos y relaciones intersubjetivas.
Cuando el lenguaje de la madre prima sobre la del niño, y su necesidad se impone sobre la demanda  original, el niño crece confundido. Si la madre no está presente física y afectivamente con una actitud suficientemente buena para atender y discriminar las necesidades de su bebé, es posible que durante la pubertad, las fallas originales resurjan en la forma de desórdenes  de la conducta alimentaria. En estas circunstancias, la posibilidad de establecer ritmos de satisfacción  y de seguridad puede ser intermitente, laxa o, quizá, nula de tal manera que el vínculo se torna vacío, el bebé termina por no satisfacerse contenido  y la figura materna se muestra como intrusa. De este primer desencuentro el niño aprende a desconfiar: Su madre no está física y emocionalmente toda vez que el lo necesite. Esta primera fuente de desconfianza se constituirá  en el punto de partida  del estrés corporal y el niño aprenderá a negar su necesidad y vivir su cuerpo solo como un esquema desligado de los afectos asociados al placer. El temor al desencuentro, el vacío y a la falla, la cual determinara que el niño cree barreras defensivas que lo dificultarán una entrega saludable a futuras relaciones afectivas , así como a que derive  hacia un trastorno de conducta alimenticio.

Especialista: Marcela Giraldo.