Los niños llegan al mundo con la necesidad primordial de alimentarse. La madre se ofrece como posibilidad de satisfacción a través de algo que el infante no pide pero que lo satisface y lo calma: La leche. Se parte de la premisa única de que la madre es sinónimo de comida.
Madre,
hambre y comida aparecen, durante el primer tiempo, como una unidad
indiferenciada. La necesidad por el alimento se encuentra como la satisfacción
en el pecho materno o con sus sustitutos y estable con él una unidad que está sujeta a horarios y que
alcanza un ritmo que se establece como un
patrón. Se sabe, entonces, que cada tantas horas, el bebé estará en
demanda y que la madre se acomodará y estará en una actitud suficientemente
buena para satisfacerlo.
La
madre además de ser proveedora, se constituye como un objeto pensante: aquel
que es capaz de decodificar las señales físicas y psíquicas de su hijo para
darles un significado. Más que una oferta constante, la madre es un estanco de
comprensión y un lugar al que el niño puede llegar en búsqueda de cobijo. Para
que el proceso alimenticio resulte satisfactorio y sea rítmico, el bebé debe
encontrarse con una madre dispuesta a dar, a recibir y a comprender. Si el encuentro
alimencio se produce sin tropiezos y se desliza en ritmos constantes, este se
constituirá en una experiencia saludable
y de seguridad. La salud mental está determinada por las bondades de la
experiencia alimenticia y por la cualidad del vínculo con su madre.
La
satisfacción debiera ser una consecuencia natural de una experiencia
alimenticia saludable. Es tan básica y necesaria, está teñida de un conjunto de
matices emocionales que se constituirán en la base de la vida afectiva del
niño, quien tiende a hacer del pecho materno un lugar común para la
satisfacción de la demanda y la búsqueda del placer.
Pero
la experiencia alimenticia puede estar también teñida de fallas y desencuentros y conllevar a trastornos
vinculares y psicosomáticos, aquellos que afectan al cuerpo desde la raíz de
las emociones. Los trastornos de la conducta alimenticias son expresiones de
los desencuentros de la madre y el infante a lo largo del proceso de
alimentación y en el tiempo de la construcción de vínculos y relaciones intersubjetivas.
Cuando
el lenguaje de la madre prima sobre la del niño, y su necesidad se impone sobre
la demanda original, el niño crece
confundido. Si la madre no está presente física y afectivamente con una actitud
suficientemente buena para atender y discriminar las necesidades de su bebé, es
posible que durante la pubertad, las fallas originales resurjan en la forma de
desórdenes de la conducta alimentaria.
En estas circunstancias, la posibilidad de establecer ritmos de
satisfacción y de seguridad puede ser
intermitente, laxa o, quizá, nula de tal manera que el vínculo se torna vacío,
el bebé termina por no satisfacerse contenido
y la figura materna se muestra como intrusa. De este primer desencuentro
el niño aprende a desconfiar: Su madre no está física y emocionalmente toda vez
que el lo necesite. Esta primera fuente de desconfianza se constituirá en el punto de partida del estrés corporal y el niño aprenderá a
negar su necesidad y vivir su cuerpo solo como un esquema desligado de los
afectos asociados al placer. El temor al desencuentro, el vacío y a la falla,
la cual determinara que el niño cree barreras defensivas que lo dificultarán
una entrega saludable a futuras relaciones afectivas , así como a que derive hacia un trastorno de conducta alimenticio.
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